jueves, 1 de enero de 2009

OMISIONES IMPERDONABLES

Por José Gregorio Hernández Galindo

En la madrugada del 31 de diciembre, en una zona muy cercana a la Clínica del Country en el norte de Bogotá, murió el joven estudiante de periodismo de la Universidad Javeriana Juan Pablo Arenas Tabares, tras un atraco del que fue víctima junto con uno de sus compañeros. Habían salido a divertirse y ya, a las tres de la mañana, estaban de regreso a sus hogares.
Según la narración de su amigo, Juan Pablo cayó al suelo sangrando, después del ataque de los delincuentes, y como no lo podía trasladar, se acercó a la clínica buscando ayuda para que el herido fuera atendido oportunamente. Pero se le informó que no podía acceder por la puerta de pediatría, sino buscar otra, con el objeto de ingresar al establecimiento por urgencias. Previamente, dos vigilantes del mismo edificio se habían negado a prestarle la colaboración solicitada, pues dijeron arriesgar sus puestos si abandonaban el sitio a su cuidado.
En todo caso, el personal de la Clínica –según la narración del estudiante- se negó también a salir del perímetro del centro asistencial para el traslado, hasta cuando llegó la ambulancia. Pero ya para entonces era demasiado tarde: el deceso de Juan Pablo se había producido.
Además de la lamentable situación de inseguridad que se ha adueñado de la capital de la República, en especial en algunas zonas del norte como esta, ha causado justificada indignación entre los ciudadanos la actitud indolente del personal de la Clínica, con quienes tuvo contacto el compañero del herido, a sabiendas de que la atención oportuna habría podido evitar el desenlace fatal de este doloroso episodio.
Según declaraciones radiales del Director Médico, un doctor de apellido Ospina, ese personal no estaba obligado a prestar auxilio a la persona en peligro de muerte, si eso implicaba salir de sus instalaciones. Solamente debía atenderlo dentro, y entrando por la puerta que era y no por otra. Más aún, si los vigilantes hubiesen acudido para el traslado del paciente, habrían sido despedidos. La Clínica, en su criterio, no podía haber hecho nada más para salvar la vida del joven estudiante, y afirmó que, en eso, se ajustaba al reglamento.
Esta es solamente una muestra del principio de insolidaridad que se ha extendido en muchas capas de nuestra sociedad, en cuyo seno cada uno se cuida; cuida, si acaso, a los suyos, y mientras no tenga cerca los peligros ni los daños, nada le importa lo que pueda acontecer con los demás.
Exactamente lo contrario de lo que prevé la Constitución, en cuyo artículo 1 se consagra el principio de solidaridad y la prevalencia de la dignidad humana como elementos institucionales básicos, y que contempla también (Art. 95), como unos de los más importantes deberes de toda persona, el de acudir con acciones humanitarias en auxilio de quien lo requiera.
No se necesita ser médico o funcionario de una clínica u hospital para tener a cargo esta obligación. ¿Qué se dirá de quien sí tiene una de tales condiciones?
No nos convence el argumento de la clínica en este caso, consistente en que el personal no podía dejar abandonados a los demás pacientes para acudir en auxilio de una persona herida y a punto de morir. Ningún enfermo iba a perder la atención requerida por el hecho de que dos funcionarios se trasladaran con una camilla cincuenta metros fuera de la institución para salvar una vida.

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