miércoles, 28 de octubre de 2009

TUTELAS IMPROCEDENTES


Por José Gregorio Hernández Galindo

Hemos defendido la acción de tutela como el mecanismo más efectivo y oportuno para la protección real de los derechos fundamentales y para garantizar a todas las personas el acceso a la administración de justicia.

No obstante, el ejercicio de esta acción en forma abusiva o para casos que no encajan en sus presupuestos, y algunas decisiones judiciales que la conceden pese a ser improcedente, le causan grave daño, la desacreditan y generan caos e inseguridad jurídica.

La acción de tutela contra providencias judiciales, en especial cuando se trata de sentencias que han hecho tránsito a cosa juzgada, no cabe en principio, como lo tiene dicho la Corte Constitucional desde la Sentencia C-543 del 1 de octubre de 1992. Solamente tiene lugar cuando se configura “vía de hecho”, es decir, cuando hay una decisión manifiestamente arbitraria, contraria por completo al orden jurídico, que lesiona gravemente derechos fundamentales.

Sobre las sentencias judiciales, particularmente cuando el órgano que las profiere es una Corporación cabeza de jurisdicción u órgano de cierre en la materia, como la Corte Suprema de Justicia, la acción de tutela no es procedente, a menos que se trate de una ostensible actuación de hecho. Allí el amparo es extraordinario. Ha dicho la Corte Constitucional que su propósito es salvaguardar los derechos fundamentales y que, por tanto, no tiene, por objeto la intrusión del juez de tutela en el asunto de fondo materia de debate judicial.

No puede ingresar el juez de tutela en la cuestión propia de la especialidad del juez ordinario, pues para ello carece de jurisdicción, e invade una órbita ajena.

La Carta Política garantiza la autonomía funcional que le permite al juez ordinario moverse dentro del campo propio de su especialidad, y mientras no incurra en una clara y evidente vía de hecho, él es el único llamado a resolver, sin que un juez extraño al caso pueda venir a controlar su decisión, y menos a usurpar su competencia.

Es que en el último caso, el Consejo Superior de la Judicatura no solo desestimó la sentencia de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia -en firme y cosa juzgada-, sino que actuó como juez penal y dictó la sentencia de reemplazo. Por fuera de competencia. Sin gozar de atribuciones para ello. Esto genera enorme inseguridad jurídica. Y, además, como lo ha dicho la Corte Suprema de Justicia en las últimas horas, favorece la impunidad en materias tan graves como la “parapolítica”.

Desfiguración de la tutela, y fallos políticos. En fin, el caos y la desinstitucionalización.

viernes, 7 de agosto de 2009

C.P.I.: EL CESE DE LA SALVEDAD


Por José Gregorio Hernández Galindo

Al cumplirse siete años desde la entrada en vigor respecto de Colombia del Tratado de Roma, lo que ocurrirá el 1 de noviembre de este año, cesará la salvedad que hiciera el ex-presidente Andrés Pastrana frente a dicho instrumento, que creó la Corte Penal Internacional, en relación con los crímenes de guerra.

Esa salvedad tenía por propósito facilitar un proceso de paz, y aunque era una amplia vía para que los miembros de la guerrilla pactaran con el Gobierno, el tiempo pasó en vano, y no se alcanzó la paz, pues ni los unos ni los otros hicieron el menor esfuerzo por conseguirla. Perdieron la oportunidad, y seguimos sumidos en la violencia, el secuestro y el narcotráfico.

El artículo 124 del Estatuto de Roma, firmado el 17 de julio de 1998 por los miembros de la Conferencia de Plenipotenciarios de la Organización de las Naciones Unidas, para perseguir y castigar a quienes cometen crímenes contra la humanidad, fue aprobado por el Congreso Nacional y examinado por la Corte Constitucional. Todo ello, tras la reforma introducida a la Carta Política mediante Acto Legislativo 2 de 2001, que buscaba evitar un fallo de inconstitucionalidad de normas del Tratado, pues -dado que éste no admitía reservas- en tal hipótesis Colombia no lo habría podido ratificar.

Ya aprobado el Tratado y declarado exequible, al momento de su ratificación el Presidente Pastrana hizo uso de lo previsto en el artículo 124 del mismo instrumento, según el cual, al hacerse parte, un Estado “podrá declarar que, durante un período de siete años contados a partir de la fecha en que el Estatuto entre en vigor a su respecto (para Colombia entró a regir el 1 de noviembre de 2002), no aceptará la competencia de la Corte” sobre crímenes de guerra.

La salvedad fue depositada por Pastrana el 5 de mayo de 2002, dos días antes de entregar la presidencia a Álvaro Uribe, quien decidió no retirarla, y no la retiró durante estos siete años, a pesar de haberlo anunciado.

Vence, entonces, el término de siete años de salvedad, y por tanto, a partir del vencimiento, comienza a plenitud, para Colombia, la jurisdicción de la Corte Penal Internacional respecto a esos delitos.

Debe advertirse que en lo atinente a crímenes de lesa humanidad el Estatuto ha estado en vigor desde el principio, pues la salvedad sólo cobijaba los de guerra.

Igualmente, debemos decir que la jurisdicción de la Corte sólo se tendrá respecto a los crímenes de guerra que se cometan en adelante, después de desaparecida la salvedad; no en cuanto a los cometidos en estos años.

También es indispensable recordar que existe un principio de subsidiariedad, en cuya virtud la jurisdicción de la Corte sólo se hace efectiva si los Estados, internamente, no han aplicado los procesos que les corresponden, es decir, si el Estado respectivo permite la impunidad; si no logra la verdad, la justicia o la reparación de las víctimas.

jueves, 1 de enero de 2009

OMISIONES IMPERDONABLES

Por José Gregorio Hernández Galindo

En la madrugada del 31 de diciembre, en una zona muy cercana a la Clínica del Country en el norte de Bogotá, murió el joven estudiante de periodismo de la Universidad Javeriana Juan Pablo Arenas Tabares, tras un atraco del que fue víctima junto con uno de sus compañeros. Habían salido a divertirse y ya, a las tres de la mañana, estaban de regreso a sus hogares.
Según la narración de su amigo, Juan Pablo cayó al suelo sangrando, después del ataque de los delincuentes, y como no lo podía trasladar, se acercó a la clínica buscando ayuda para que el herido fuera atendido oportunamente. Pero se le informó que no podía acceder por la puerta de pediatría, sino buscar otra, con el objeto de ingresar al establecimiento por urgencias. Previamente, dos vigilantes del mismo edificio se habían negado a prestarle la colaboración solicitada, pues dijeron arriesgar sus puestos si abandonaban el sitio a su cuidado.
En todo caso, el personal de la Clínica –según la narración del estudiante- se negó también a salir del perímetro del centro asistencial para el traslado, hasta cuando llegó la ambulancia. Pero ya para entonces era demasiado tarde: el deceso de Juan Pablo se había producido.
Además de la lamentable situación de inseguridad que se ha adueñado de la capital de la República, en especial en algunas zonas del norte como esta, ha causado justificada indignación entre los ciudadanos la actitud indolente del personal de la Clínica, con quienes tuvo contacto el compañero del herido, a sabiendas de que la atención oportuna habría podido evitar el desenlace fatal de este doloroso episodio.
Según declaraciones radiales del Director Médico, un doctor de apellido Ospina, ese personal no estaba obligado a prestar auxilio a la persona en peligro de muerte, si eso implicaba salir de sus instalaciones. Solamente debía atenderlo dentro, y entrando por la puerta que era y no por otra. Más aún, si los vigilantes hubiesen acudido para el traslado del paciente, habrían sido despedidos. La Clínica, en su criterio, no podía haber hecho nada más para salvar la vida del joven estudiante, y afirmó que, en eso, se ajustaba al reglamento.
Esta es solamente una muestra del principio de insolidaridad que se ha extendido en muchas capas de nuestra sociedad, en cuyo seno cada uno se cuida; cuida, si acaso, a los suyos, y mientras no tenga cerca los peligros ni los daños, nada le importa lo que pueda acontecer con los demás.
Exactamente lo contrario de lo que prevé la Constitución, en cuyo artículo 1 se consagra el principio de solidaridad y la prevalencia de la dignidad humana como elementos institucionales básicos, y que contempla también (Art. 95), como unos de los más importantes deberes de toda persona, el de acudir con acciones humanitarias en auxilio de quien lo requiera.
No se necesita ser médico o funcionario de una clínica u hospital para tener a cargo esta obligación. ¿Qué se dirá de quien sí tiene una de tales condiciones?
No nos convence el argumento de la clínica en este caso, consistente en que el personal no podía dejar abandonados a los demás pacientes para acudir en auxilio de una persona herida y a punto de morir. Ningún enfermo iba a perder la atención requerida por el hecho de que dos funcionarios se trasladaran con una camilla cincuenta metros fuera de la institución para salvar una vida.