
JOSÉ GREGORIO HERNAÁNDEZ GALINDO
En el Derecho Constitucional colombiano había quedado atrás la época en que los gobiernos querían solucionarlo todo mediante la ley marcial. Cuando, amparados en la figura del Estado de Sitio, restringían o anulaban las libertades, sometían a los civiles a procesos típicos de la justicia militar, ahogaban las posibilidades de protesta, desconocían o dejaban sin efectos la legislación ordinaria, y mediante la creación de situaciones y presión al Congreso, pretendían convertir en normas permanentes las que habían dictado con teórico carácter transitorio con el pretexto de solucionar crisis de orden público.
En 1.991, la actitud de los miembros de la Asamblea Constituyente fue, en su mayoría, de oposición a esas prácticas, y con un criterio esencialmente democrático, se quiso establecer en la Carta Política, como principio, aquel según el cual la ley marcial debe ser -como siempre ha debido ser, según sus remotos orígenes- una excepción. Se sustituyó entonces el Estado de Sitio por dos figuras independientes, con causas diversas: el Estado de Guerra Exterior (Artículo 212 de la Carta) y el Estado de Conmoción Interior (Artículo 213) según que la perturbación proviniera de un enfrentamiento bélico con otro u otros Estados, o de un conflicto interno que sacudiera y desestabilizara gravemente el orden público político.
Para situaciones de otra índole, que crearan peligro inminente o grave daño a la economía, o que significaran crisis en el plano social o en el ecológico, y para catástrofes provocadas generalmente por las fuerzas de la naturaleza, se reservó el Estado de Emergencia (Artículo 215) que se había contemplado en 1968, a propuesta del M.R.L., dentro del criterio de Alfonso López Michelsen, de separar con claridad las situaciones de ruptura institucional en el campo político, de las que afectaran el orden público económico o social. Son todos, como lo señala expresamente la preceptiva constitucional, Estados “de excepción”.
En el caso concreto del orden público político, se fijaron taxativamente las causas que podrían dar lugar a que el Presidente de la República asumiera los poderes extraordinarios: “…grave perturbación del orden público que atente de manera inminente contra la estabilidad institucional, la seguridad del Estado, o la convivencia ciudadana, y que no pueda ser conjurada mediante el uso de las atribuciones ordinarias de las autoridades de policía…”, según la enunciación que hace el artículo 213 de la Carta Política.
No se trata, pues, de cualquier evento. La conmoción que prevé la norma corresponde a hechos objetivos y visibles que hagan tambalear el ordenamiento y las instituciones, y que se desenvuelvan en un terreno bien definido que no está propiamente relacionado con las expresiones pacíficas de descontento, protesta o petición, sino con explosiones desaforadas de violencia, amenaza, ruptura de la paz y la tranquilidad; inexistencia de las mínimas condiciones de estabilidad, que ya la policía, con sus facultades ordinarias, no pueda controlar. Lo dice la norma de manera tan directa, que no deja lugar a dudas.
Bajo esta perspectiva, ¿quién negaría que sucesos de la magnitud de la toma del Palacio de Justicia en 1985; el asesinato de candidatos presidenciales, magistrados, jueces y militares, las bombas y los atentados de toda índole durante el imperio del terror instaurado por Pablo Escobar; los paros armados de las FARC; las amenazas contra candidatos a alcaldías y concejos en gran parte del territorio, con el fin de impedir que se llevaran a cabo las elecciones; o el lanzamiento de rockets contra el Palacio Presidencial en 2002 - para mencionar apenas algunos hechos que verdaderamente estremecieron a la sociedad colombiana- constituían causales suficientes para que el Presidente de la República declarara o mantuviera un Estado de excepción? ¿O quién negaría que todas esas circunstancias deberían obligar a un gobierno responsable y serio a asumir facultades extraordinarias para recuperar el control del orden público, acudiendo a medidas proporcionales a la gravedad de los hechos?
Pero ese no fue el tipo de circunstancias presentes el 9 de octubre, cuando el Presidente Uribe, siguiendo la recomendación -casi el mandato- de un banquero preocupado por la demorada recaudación de sus acreencias en los juzgados, decidió declarar el Estado de Conmoción Interior en toda la República. La situación la provocaba el paro judicial, hasta ese momento de 32 días, que se desarrollaba en razón de no haber llegado a acuerdo con el Ejecutivo acerca del reajuste reclamado en sus remuneraciones por jueces y empleados de la Rama Judicial.
La motivación del Gobierno, puesta en el Decreto 3929, que deberá ser examinada por la Corte Constitucional, aludía primordialmente a:
“…Que la Policía Nacional, Dirección de Seguridad Ciudadana, Área de Información Estratégica, señala que en los últimos 35 días se han dejado en libertad más de 2.720 personas, capturadas por la sindicación de delitos de homicidio, lesiones personales, hurto y tráfico de estupefacientes entre otros, lo que conlleva a un grave detrimento del interés general, del orden público, la seguridad del Estado y la convivencia ciudadana.“
“Que el Fiscal General de la Nación informó que es inminente la salida de las cárceles, por vencimiento de términos en la definición de procesos penales que se adelantan contra personas sindicadas de delitos relacionados con los trágicos hechos de la toma del palacio de justicia, secuestro y otros graves delitos, lo que constituye factor de perturbación y alteración del orden público, dando lugar a configurar situaciones de impunidad que propician la desprotección de derechos fundamentales, con una inminente desestabilización institucional, que afecta el Estado social de derecho consagrado en la carta política“;
“Que como consecuencia de la paralización de las actividades judiciales no es posible continuar la investigación de numerosos delitos ante la ausencia de funcionamiento del sistema penal acusatorio..“.
(…)
“Que las atribuciones ordinarias de las autoridades de policía no resultan suficientes para prevenir la salida de las cárceles de delincuentes y terroristas y para conjurar la situación de grave perturbación mencionada, frente a la parálisis judicial, por lo cual se hace indispensable adoptar medidas de excepción“.
Como puede verse, todo giraba alrededor de la posible salida de “delincuentes y terroristas“, que todavía no podían ser calificados como tales, pues no habían sido declarados culpables y por tanto tenían a su favor la presunción de inocencia. La captura no es ni puede ser sinónimo de condena. Y además, el Consejo Superior de la Judicatura, con sus atribuciones ordinarias, habría podido establecer normas de emergencia judicial aptas para atender los casos de mayor urgencia.
El paro -con el que quien esto escribe no estuvo de acuerdo, por considerar que perjudicaba injustificadamente a los ciudadanos, haciendo imposible su acceso a la administración de justicia- no era, en todo caso, un movimiento armado, ni comportaba la violencia, ni implicaba de suyo algo que pudiera exceder el control del Gobierno o de las autoridades de policía . Era una protesta pacífica, todo lo censurable que se quiera por tratarse de un servicio público esencial, pero pacífica.
El Gobierno quiso sancionar o castigar la protesta, en vez de buscar formas de arreglo, respecto de una situación de evidente desbalance y de injusto desequilibrio entre la remuneración de los magistrados de las altas corporaciones y las de los empleados de tribunales y juzgados. No se acudió al mecanismo, previsto en la Constitución (Artículo 55, inciso 2): “Es deber del Estado promover la concertación y los demás medios para la solución pacífica de los conflictos colectivos de trabajo“.
Ahora bien, conocidos los primeros decretos legislativos, quedaron al descubierto los muy escasos conocimientos constitucionales de sus redactores, quienes una vez más han hecho equivocar al Presidente de la República en materia jurídica. Por ejemplo, en el Decreto 3930 del 9 de octubre de 2008, se modifican con carácter permanente varias disposiciones del Código de Procedimiento Civil, se cambian reglas sobre la casación, y hasta se derogan normas legales en vigor, ignorando sin recato el texto constitucional, la Ley 137 de 1994 (Estatutaria de los Estados de Excepción) y la jurisprudencia reiterada de la Corte Constitucional, a cuyo tenor lo único que puede hacer en estos casos es “”suspender las leyes incompatibles con el Estado de conmoción“. La palabra “suspender” guarda relación con la transitoriedad de las facultades propias del Estado de Conmoción Interior, pues el artículo 213 de la Constitución dispone que los decretos legislativos: “…dejarán de regir tan pronto como se declare restablecido el orden público“, aunque “…el gobierno podrá prorrogar su vigencia hasta por noventa días más“. Transitoriedad, en fin, que es lo contrario de legislación permanente.
En el carácter eminentemente transitorio de las medidas excepcionales insistía inclusive la Corte Suprema de Justicia aún en la época en que estaba vigente el Estado de Sitio.
Ha dicho el Presidente que quiere convertir esas normas en leyes permanentes. Muy bien. Puede hacerlo, pero a través del Congreso, que tiene la cláusula general de competencia. No adelantándose a ello en los mismos decretos.
Ahora bien, ya hace varios días se levantó el paro. ¿Puede permanecer el Estado de Conmoción Interior? Creo que no.
Si la Corte Constitucional declara exequible todo esto, estamos de regreso a la superada edad del Estado de Sitio, o más atrás. Lo más grave consiste en que se sentaría un precedente muy negativo, contrariando toda la jurisprudencia de esa Corporación: todo paro, toda huelga, toda protesta…pueden dar lugar a la Conmoción Interior. Y durante ella, todo cabe.
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(1) Artículo publicado en www.razonpublica.org.co
Semana del 27 de octubre al 2 de noviembre de 2008